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CARRETERA A LA LIBERTAD



Suena una canción de rock sureño en la radio del coche. El aire alborota su melena negra y se lleva los vestigios del humo que se filtra entre sus dientes. El polvo se eleva de la carretera mientras el Chevrolet Impala se dirige hacia el horizonte a toda velocidad. Su mano izquierda sobresale de la ventanilla del coche, sosteniendo un cigarro de tabaco rubio. Con la mano derecha agarra el volante. A su lado, una niña acomoda una pistola sobre sus pequeñas piernas. Cruzan la mirada y la pequeña sonríe.
Lleva puestas unas pequeñas alas de mariposa, parece que en cualquier momento pueda echar a volar. En el asiento trasero, un perro de raza Pit Bull, se apoya en el asiento de la niña y asoma la cabeza por la ventanilla. Su lengua ondea entre hilos de babas que se pierden en el infinito.
Los tres saborean ese instante, conscientes de que por fin son libres y la libertad tiene opciones ilimitadas. Pueden ir a cualquier lugar.

La cárcel tiene un olor propio. Es un espacio con olor a fracaso. Huele a hierro, lejía y sudor. Cada preso es esclavo de su pasado y todos comparten el mismo olor. No importa cuál fue el motivo que los llevó allí, todos saldrán oliendo igual.
La puerta de su celda se abre por última vez para Dean, a partir de ahora cargará con ese hedor para siempre. Lleva la ropa con la que entró hace ocho años: unos tejanos que entonces ya eran viejos, sus botas de cuero y una camiseta negra de Metallica que ahora le viene ajustada. Estar encerrado veinticuatro horas al día tiene sus ventajas, puedes dedicarle todo el tiempo al gimnasio.

Cuando por fin pasó todos los controles de la penitenciaria, llegó a la calle. No había nadie esperándolo. Ya lo sabía. En ocho años lo había perdido todo: su novia, sus padres y su vida.
Hacía un día infernal. El sol brillaba a lo lejos y sus rayos le quemaban la piel. Parecían diferentes fuera de aquel patio vallado. Quemaba aún más.
No tenía teléfono móvil, así que le tocaría caminar hacia el pueblo más cercano para poder coger un autobús, si es que le llegaba con las pocas monedas que ahora llevaba en el bolsillo junto con su mechero rojo.
Tendría que pasar por casa de Sandy a recoger sus cosas en caso de que no las hubiese tirado ya. Dejó de venir a visitarlo de un día para otro. Le dijo que no podía soportar ser la novia de un recluso, que estaba harta de las miradas de sus vecinos. Siempre compadeciéndola. Dejó de venir y a él le dio igual. Nunca hubiese salido bien. Por eso nunca le dijo que todo el dinero que había robado seguía escondido. Se fue y perdió millones.
Al llegar a su antigua casa en común, se sorprendió al ver que todavía vivía allí. Aquella fachada de color rosa sólo sería capaz de conservarla ella. La casa estaba peor cuidada que antes y parecía que se caía a trozos. El porche estaba lleno de muebles destrozados y una rampa inestable hacía de escalones.
Camino a la casa, la puerta se abrió y una niña pequeña en silla de ruedas se deslizó por la rampa.
—¿Qué quieres? —dijo la niña acercándose a él.
—Busco a Sandy.
—No está.
—Da igual, sólo necesito mis cosas.
—No puedo dejarte entrar. Puede que seas un violador o un asesino...
—¿Y tú quien cojones eres?
—Soy Honey.
—¿Honey bunny? —se mofó Dean—. Mira niña, necesito entrar, necesito mis cosas.
Dean pasó a la niña de largo y se apresuró a entrar a la casa. Estaba hecha un asco. Todo estaba tirado por el suelo y había restos de comida de varios días atrás. Mira incrédulo en lo que se había convertido su casa. Un estercolero. Pasó el salón y se dirigió a su habitación. Igual que el salón. Abrió el armario. Había ropa de hombre pero no era suya. Lo imaginaba. Rebuscó entre las cosas amontonadas que había en la habitación y no encontró nada. Se dirigió a la puerta y se topó con Honey.
—Para ir en silla de ruedas eres muy silenciosa.
—Es que tú haces mucho ruido. Y no deberías estar aquí, como venga Jeremy y te vea, te... —traza una línea en su cuello y pone los ojos en blanco.
—Me va a comer la polla ese tal Jeremy. Niña, ¿dónde coño está Sandy?
—Hace dos días que no la veo —comenta Honey.
—¿Y que haces en su casa?
—Vivo aquí.
—¿Pero vive aquí, no?
—Sí —contesta secamente la niña.
—¿Y porqué vives tú aquí? ¿Eres una okupa o qué?
—Es mi madre.
Dean se la mira pasmado y se pasa las manos por el pelo. Es increíble que Sandy sea madre. Una mujer que no era capaz ni de lavarse su propia ropa. El mundo se había vuelto loco mientras él vivía aislado.
—Vamos a ver, niña. ¿Porqué cojones estás aquí sola? ¿Es que tu madre es gilipollas? ¿Y si viene algún pervertido y te secuestra?
—Sé defenderme yo sola.
—Nos ha jodío la niña, ¿qué vas a hacer? ¿Atropellarle los pies?
—No, esto...
La niña le dio un puñetazo en las pelotas. Dean cayó de rodillas al suelo mientras se sujetaba la entrepierna. Unos tímidos lagrimones asomaron a sus ojos.
—Y entonces yo salgo corriendo. Tengo ventaja.
Honey dio media vuelta con la silla y bajó la rampa. Dean se levantó lentamente agarrándose todavía la entrepierna y la siguió.
—Buena táctica...
—Lo sé.
—¿Y dónde están tus padres?
—No lo sé. ¿Estás sordo? Hace dos días que no los veo.
—Pues yo quiero mis putas cosas —espetó Dean.
—¿Y tú quien eres?
—Un pervertido seguro que no. Soy ex de tu madre.
—Entonces eres peor que un pervertido.
Dean miró boquiabierto a la niña. Era pequeña, no debía tener más de siete años. Morena, pecosa, con el pelo largo y los ojos verdes.
—Apuesto a que Honey no te lo pusieron por ser dulce, ¿verdad?
—Mi madre tiene el mismo gusto para los nombres que para los hombres. Odio Honey, prefiero que me llamen Kara, como Supergirl.
—Por lo menos eres más lista que ella...
La niña miró fijamente al suelo mientras acariciaba suavemente la silla de ruedas. De repente, se escuchó cómo le rugían las tripas. La niña se ruborizó y avergonzada dio media vuelta hacia la entrada.
—Oye Ho... Digo... Kara. Tengo hambre, ¿te apetece algo?
La niña siguió de espaldas hacia él.
—No tengo hambre.
Lentamente se dirigió hacia la casa. Dean se acercó a ella y cogió las agarraderas de la silla, dio media vuelta y se la llevó.
—¿Qué haces? ¡Suéltame o me pongo a gritar!
—Si nadie se ha dado cuenta de que llevas dos días sola, no creo que se enteren de si alguien te secuestra... Además, no soy un jodido pervertido, sólo te invito a comer.
—Tienes la boca muy sucia por eso... No paras de soltar tacos.
—Perdone señorita, no quería importunarla...
Kara rompió en una sonora carcajada.

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