11:00:00



—Casi me da un infarto al ver que no estabas por ninguna parte. —Dejé que Nora se desahogara al otro lado del teléfono—. Alex y yo te estuvimos buscando durante más de media hora. Desapareciste y casi me da un infarto —repitió.
—Ya te lo he dicho Nora, lo siento, pero empecé a encontrarme fatal. Salí afuera y me encontré con Gabriel, me llevó a casa y punto. Con la papa que llevaba no me acordé de avisarte.
—El pobre Alex estaba nerviosísimo. Hasta que recibimos tu mensaje, no dejó de buscarte como un loco.
    Eso me hizo sonreír. Significaba que para Alex no era sencillamente un rollo de una noche. Si no, le habría dado igual y habría esperado que fuera lunes para verme.
—Espero que no te importe que le haya dado tu número.
—¿Mi número? —pregunté.
    Lo que me extrañaba era que no hubiera preguntado nada acerca de Gabriel. Al parecer no se había inmutado ante el hecho de que fuera él quien me llevara sana y salva a casa.
—Si hija, no tenía ni tu número. Eres más rara…
Me quedé un rato en silencio sin saber muy bien si contarle la verdad. Finalmente preferí no hacerlo, no lo entendería, nadie lo entendía nunca.
—Esta tarde voy a ir a ver a mi abuela. Así que nos vemos el lunes en clase.
—Yo mañana he quedado con Jonás para ir al cine.
    Continuamos hablando más de media hora. Nora se enrollaba como una persiana y me relató punto por punto todo lo que había pasado con Jonás. Al parecer estaba empezando a sentir cosas de verdad por él y no quería ir muy rápido. A mí me parecía bastante pronto, pero qué le iba a decir yo cuando era la primera en sentirme confundida con un chico y besarme con otro a la semana de conocerlo.
Finalmente tuve que cortar la conversación porque mi madre me llamó para comer.
—Si pasa algo interesante, avísame —dijo Nora.
—Sí, si me llama Alex te digo algo.
    La conocía tan bien que sabía perfectamente a qué se refería.
—¡Vale! —exclamó alegremente.
    Mis padres habían preparado una deliciosa paella de marisco. Cuando bajé ya estaba todo listo para comer.
—Qué bien huele… —dije relamiéndome.
—¿A qué hora llegaste ayer? —preguntó mi padre mientras nos servía la comida.
—No muy tarde… Sobre las cuatro y poco.
—¿Y qué tal los nuevos compañeros? —preguntó mi madre.
—Bien, bastante simpáticos.
    Probé la paella, estaba deliciosa.
—Hoy te ha salido mejor que nunca, papá.
Mi padre sonrió.
—¿Y chicos?
    Miré a mi madre fijamente.
—¿En serio? No soy una niña pequeña.
—Eso es que ya hay alguno —dijo mi padre mirando a mi madre de manera divertida.
—No digáis tonterías y dejadme comer tranquila.
—Sí que estás de mal humor. Eso es la resaca.
Mis padres rieron y continuaron comiendo. Bufé haciendo ver que no había escuchado nada.
Después de comer me ofrecí voluntaria para limpiar la cocina, ya que durante la mañana no había hecho nada. Sobre las tres del mediodía decidí echarme una siesta, en principio iba a ser corta, pero acabé despertándome a las seis de la tarde. Había quedado con mi abuela, así que me cambié rápidamente y bajé corriendo las escaleras.
—¿Adónde vas? —preguntó mi madre.
—A ver a la abuela —dije cogiendo el bolso—. No llegaré tarde.
    Le di un beso en la mejilla y me marché.
    Mi abuela vivía a media hora de camino, pero como llegaba tarde decidí coger el autobús e intentar recuperar algo de tiempo.
   Mi abuela se llamaba Anna. Tenía setenta y nueve años, siempre había sido una mujer muy activa y le encantaba salir a las excursiones del Imserso, ir al bingo o quedar con sus amigas para tomar un café. Vivía en una pequeña casita en la que se crió mi madre. Mi abuelo murió ya hacía más de cinco años y eso, de alguna manera, había hecho envejecer con rapidez a mi abuela. Ella siempre decía que había sido el amor de su vida y que cuando él murió, una parte de ella había muerto para siempre. Aun así, nunca se mostraba triste ni melancólica. Recordaba todo lo vivido con mi abuelo como una experiencia increíble y todos los recuerdos eran buenos. Siempre había envidiado la vida de mis abuelos, se habían querido y respetado, y hasta los últimos segundos de vida de mi difunto abuelo ella nunca se separó de él. De alguna manera, anhelaba en un futuro compartir con alguien un sentimiento tan profundo.
   Aunque tenía llaves de su casa preferí tocar al timbre. En cuestión de segundos mi abuela abrió la puerta.
—Cariño —dijo al verme.
Me estrechó entre sus brazos.
—Hola abuela, siento llegar tarde. Me he quedado dormida.
—Sí, ya me ha dicho tu madre que ayer saliste de fiesta.
Me invitó a entrar y me senté en el sofá beige del salón, en el sitio que antiguamente siempre ocupaba mi abuelo.
   Había preparado algo para picar y había sacado unas bebidas.
—Si quieres también tengo cerveza —comentó burlona.
—No, ayer ya tuve suficiente —dije resignada.
—Muy bien que haces. Sal, diviértete y vive la vida.
   Cogí un puñado de galletitas saladas y fui devorándolas.
—¿Cómo estás?
   Mi abuela enseguida supo que algo me pasaba, lo supe por su manera de hablar y de observarme fijamente.
—No sé por dónde empezar... y pensaba que tú me entenderías.
—Me estás asustando, Maya.
   Sonreí para calmarla.
—¿Recuerdas todo lo que me pasó cuando tenía ocho años?
—¿El qué exactamente? —preguntó.
—Ya sabes…
No sabía muy bien por dónde empezar.
—Lo de que veía a gente… a gente muerta.
   Mi abuela asintió y me cogió de las manos.
   A partir de los seis años empecé a tener terribles pesadillas. Me despertaba por la noche siempre empapada en sudor. Creía tener sueños, hasta que me di cuenta de que no eran pesadillas, de que todo lo que veía era verdad.
   Al principio mis padres pensaron que solo quería llamar la atención, que era una manera de reclamarlos, pero con el paso del tiempo vieron que no era así. Les decía que por las noches a mi habitación venían a visitarme unas personas y que me daban mucho miedo. Cuando cumplí los ocho años todo fue a peor. Los veía en cualquier lugar: en el colegio, en casa, en las clases de baile… Todo eso me volvió una chica solitaria y antisocial. En clase se reían de mí y mis notas bajaron en picado.     Por más que les explicaba que lo que veía era real y que estaban muertos, no me hacían caso, pero un día mis padres decidieron ponerle fin al asunto al encontrarme en el baño acurrucada en la bañera y llena de arañazos por los brazos. Yo les dije que había sido un hombre, un hombre que me acechaba cada noche desde hacía una semana, y que como no sabía cómo ayudarle me había herido. Mis padres estallaron y me llevaron a un psicólogo, a uno de los mejores. No sé cómo pasó, pero al cabo de unos meses dejó de suceder. Ya no veía a nadie y todo empezó a mejorar. Llegué a creer que todo me lo había inventado, que era una niña con una imaginación descomunal y hasta me llegué a tragar que yo misma me había autolesionado, pero después de lo del bosque, los temores volvieron a embargarme.
—Ayer noche me pasó algo muy grave.
Empecé a temblar recordando el rostro de la joven. Mi abuela me apretó las manos con fuerza. Ella sí me entendería.
—Estaba bailando en la discoteca cuando la vi —dije mirando la nada, recordando los hechos.
—¿A quién viste, mi vida? —preguntó mi abuela.
—Era un chica de pelo moreno. Estaba quieta en la discoteca observándome. Pensé que estaba herida y no sé por qué, cuando vi que se marchaba la perseguí. Me llevó hasta el bosque de la estación y como una idiota me adentré en él.
    Tuve que hacer una pausa. Tenía la piel de gallina y estaba a punto de llorar. Había estado todo el día intentando evitar pensar en ello, pero ahora todo se me venía encima.
—Estaba ahí, parada, de espaldas a mí —alargué la mano como intentando tocarla de nuevo—. Y de repente me atacó. Forcejeamos y, como si nada, se marchó. Cuando me puse en pie apareció de la nada y entonces, abuela… Entonces vi que estaba muerta, que era un espíritu. Lo supe, su piel, todo… Lo supe.
Empecé a llorar y enterré el rostro entre mis manos. Mi abuela se acercó más a mí y me abrazó.
—Abuela… ¿Qué me pasa? ¿Es que estoy loca?
—Shh… No digas tonterías, tú no estás loca.
Me acunó en sus brazos como cuando era pequeña y me dejó llorar hasta que ya no tuve lágrimas.
—No sé qué hacer. No puedo decírselo a mis padres, esto un psicólogo no lo puede arreglar…
—Cariño, cálmate.
Me retiró de entre sus brazos y me apartó el cabello del rostro.
—Yo siempre te he creído. Discutí mucho con tus padres en aquella época porque no lo estaban llevando bien. Pero cuando vi que dejabas de verlos… Pensé que igual, de alguna manera, tu mente rechazaba esa parte de ti, pero también supe que tarde o temprano volvería a comenzar. Porque eso forma parte de ti.
—¡Pues no quiero que forme parte de mí! —dije con crispación.
—Pero lo forma, y siento decírtelo, pero no puedes cambiarlo.
La miré aterrorizada, no quería volver a verlos. Era demasiado horripilante.
—Pero no puedo vivir así.
—Igual deberías ayudarles.
—¿Ayudarles? Les tengo pánico, no sería capaz de acercarme a ellos. No...no podría.
—Pues deberías planteártelo.
Ladeé la cabeza.
—No puedes decirlo en serio —le dije a mi abuela.
Esperaba otras respuestas, algo más tranquilizador y que me hiciera ver que todo aquello era fruto de mi imaginación. No esperaba encontrarme con la cruda realidad tan de sopetón.
—Maya, tienes un don.
—Eso no es un don, es una putada.
—No hables así.
Mi abuela se sirvió un poco más de té y las dos nos quedamos en silencio durante unos minutos.
—¿Y por qué el abuelo no vino a verme? —dije.
De repente me sentí furiosa.
—Si él sabía que podía verle, tendría que haber venido y hablar conmigo. Igual ahora no estaría en este estado y además podría haberme despedido de él…
—Cuando tu abuelo murió, tú no estabas receptiva. De alguna manera supongo que tu don estaba apagado.
—No lo llames don —dije furiosa.
Cogí el refresco y le di un sorbo.
—Bueno, como quieras llamarlo. Algo habrá pasado para volver a revivirlo, algo… Piensa en ello.
   Pensé durante unos segundos, pero no se me ocurrió nada. Negué con la cabeza y enterré de nuevo el rostro entre mis manos. Me sentía totalmente perdida.
—Maya, tú no eres una derrotista. Igual es una putada como tú dices. —Me sorprendió escuchar hablar así a mi abuela—. Pero debes afrontarlo y hacerlo llevadero para poder vivir con ello. La próxima vez no huyas, habla con ellos.
—Pero es que no soy la protagonista de Entre fantasmas… —Observé cómo mi abuela me miraba sin entenderme—. Una serie de espíritus —dije restando importancia.
   Mi abuela siguió insistiendo en que tenía que utilizar mi don, que si lo tenía era por algo y no podía seguir viviendo amargada. Parecía muy fácil decirlo, pero ella no los veía. Estaban muertos. Muertos. Eso ya de por sí era aterrador.
—Cariño, sabes que puedes contar conmigo para lo que quieras. Siempre estaré para ti.
Me abrazó de nuevo y me acompañó hasta la puerta.
—Pásate por casa algún día, abuela.
—Lo haré.
Me besó en la frente y me dijo adiós. Me sentía un poco más aliviada, al menos había podido compartir mi secreto con alguien.
Él teléfono empezó a sonar, era un número desconocido.
—¿Sí? —pregunté.
—¡Buenas! ¿Qué pasa contigo? —Reconocí la voz de Alex al otro lado del teléfono.
—Alex, siento lo de ayer, de veras…
—Mientras estés bien.
Era una persona agradable.
—¿Quieres salir a tomar algo esta noche?
—Pff… Estoy un poco cansada y… Mejor otro día.
Alex tardó unos segundos en responder.
—Bueno… ¿Y qué tal mañana? ¿Por la tarde?
Esbocé una sonrisa de satisfacción al comprobar que no se daba por vencido.
—Vale, mañana por la tarde entonces.
—Perfecto. Quedamos a las cinco en la parada de autobús.
—¿En cuál de ellas? —pregunté.
—Dónde te bajaste el otro día. La que está al lado de la estación.
Al pronunciar la estación el recuerdo volvió a mí y suspiré.
—¿Te pasa algo? —Alex debió escucharme.
—No, no. Está bien. A las cinco allí. No llegues tarde.
—No. Un beso, Maya.

Después de estar bastante rato frente al espejo, finalmente había decidido qué ponerme. Me decanté por una camiseta de tirantes un poco escotada de color negro con un decorado floral y unos pitillos claros que marcaban mis caderas y mis piernas. Finalmente me calcé unas Converse azules. Me dejé el pelo suelto, recogido por un lado con una pinza, me perfilé un poco los ojos y ensombrecí mis parpados de negro.
Cuando me encaminé a la parada de autobús estaba un poco nerviosa. Hacía bastante tiempo que no tenía una cita y, sin duda alguna, esta era una cita en toda regla. Me gustaba la idea de sentirme ilusionada y empezar a creer quizás en una historia de amor. A veces llegaba a ser muy romántica aunque por fuera pareciese la típica chica que aparentaba ser seria y distante.
Cuando el autobús llegó a su destino lo vi sentado esperándome. Me hizo gracia ver que él también estaba nervioso. No cesaba de mover la pierna izquierda y de mirar a un lado y otro. Cuando me vio bajar del autobús se puso enseguida de pie y esbozó una enorme sonrisa.
—¿Qué tal? —preguntó.
—Bien —contesté.
Nos dimos un beso en la mejilla. En el camino a la cita había estado pensando qué hacer. La noche anterior nos habíamos besado pero me gustó el detalle de empezar de nuevo, de darnos dos besos y conquistarnos. La verdad es que lo de la última noche había sido bastante atrevido y no era propio de mí.
   Caminamos en dirección a la playa. Me encantaba ver la timidez de Alex, que hasta entonces no me había mostrado. Mientras nos dirigíamos hacia una crepería, hablamos sobre tantas cosas que sería imposible recordarlas todas. Nos sentamos en la terraza. El día era perfecto, el cielo estaba despejado y el sol brillaba con fuerza.
—¿Qué te apetece tomar? —me preguntó.
—Mmm… —Miré la carta y finalmente me decidí—. Una crepe de chocolate blanco.
—Uff, que empalagoso, demasiado dulce —contestó Alex mientras observaba la carta—. Yo tomaré… Una crepe de jamón y queso.
La camarera vino a tomarnos nota.
—A ver, cuéntame. ¿Qué te pasó la otra noche? —preguntó Alex inclinándose en la silla.
Me habría encantado poder decirle que fui detrás de un espíritu porque no era una chica normal pero, ¿qué habría pensado en nuestra primera cita si le hubiera contado la verdad? Que estaría loca. Así que tuve que mentirle.
—Me empecé a encontrar muy mal. Estaba mareada y salí fuera, me encontré a un amigo y este me llevó a casa.
—¿Un amigo? —preguntó interesado.
—Sí, un viejo amigo.
La camarera llegó con las bebidas. Me sirvió un agua y a Alex un refresco.
—Gracias —dije.
—Pero no entiendo por qué no nos lo pediste a Nora o a mí,
Te habría acompañado a casa.
—Alex, estaba borracha y tenía ganas de llegar a casa. En ese momento no pensé, lo siento.
—Bueno, estás bien y eso es lo importante.
Notó mi exasperación por contestar a ese tema así que no continuó preguntándome.
Después de unos minutos llegó de nuevo la camarera con nuestra merienda. Era una chica joven y atractiva y vi cómo sonreía a Alex mientras le servía su crepe. Pero Alex no pareció inmutarse y pasó de la pobre camarera. Decidí no comentar nada y empecé a comer. Realmente estaba hambrienta. Con los nervios de la cita apenas había probado bocado y al estar ya con él y sentirme más relajada, mi estómago reclamaba comida.
—Lo pasamos bien la otra noche —comentó Alex.
No sabía bien si se refería a lo nuestro o a la noche en sí. Por lo que decidí contestar algo muy simple.
—Sí, la verdad es que fue una buena noche, menos por el final, pero me lo pasé muy bien.
—Estabas tan bonita… —dijo sonriendo y sin mirarme a la cara.
   Me sorprendía encontrarme un Alex así. Un Alex avergonzado y tímido. Desde un principio estaba segura de que era un poco desvergonzado, pero al parecer solo era una fachada, y este nuevo Alex que estaba conociendo me gustaba.
    Aproveché el silencio para observarlo. Vestía una camiseta azul oscuro con un dibujo de unos altavoces bastante moderno. Llevaba el pelo rapado y sus ojos negros como el carbón descubrieron mi mirada.
—¿Qué pasa? —dijo frunciendo el ceño —. ¿Tengo algo? ¿Me he manchado?
Cogió la servilleta y se limpió la boca. Tenía los labios un poco gruesos y me encantaban cuando se curvaban en una sonrisa como en ese momento.
—No, solo te miraba. —Fui franca, y eso pareció sorprenderle.
—Pues sigue recreándote si te apetece. —Le dio un bocado a su crepe, cortó un nuevo trozo y me ofreció un poco.
Después de merendar, Alex no me dejó pagar nada, se fue directo a la barra y me dejó fuera esperando.
Paseamos por la playa conversando sobre nuestra infancia. Alex me dijo que siempre había sido muy bueno dibujando y que había ganado bastantes concursos. Había empezado bachillerato pero no le había acabado de gustar, por lo que lo dejó y decidió hacer la prueba de acceso para entrar al grado superior.
—Me encantaría que me dejaras hacerte un retrato —dijo mientras nos sentábamos en un muro de cara a la playa.
—Y a mí me encantaría que lo hicieras —contesté.
La tardé pasó volando. En ningún momento Alex intentó besarme ni se propasó un pelo. No entendía qué había pasado pero, al parecer, quería conquistarme de nuevo, aunque sin duda alguna no podíamos omitir que ya nos habíamos besado.
Solo me cogió de la mano al final, cuando los dos supimos que la cita debía finalizar. Había oscurecido y se había levantado un poco de viento. Me agradó sentir el tacto de su piel contra la mía.
—Bueno, nos vemos mañana en clase, Maya —dijo al ver que se acercaba el autobús.
Me besó de nuevo cerca de la comisura de los labios.
—Me lo he pasado muy bien —comenté antes de subir al autobús—. Hay que repetirlo.
   Le mostré una sonrisa esplendorosa y desaparecí en el interior del autobús.
   Llegué a casa exhausta. Habíamos caminado mucho y, aunque la cita en sí había sido calmada, mi cuerpo me pedía descanso.
   El reloj del comedor marcaba las nueve menos cuarto. Me extrañaba que mis padres se hubieran ido tan pronto, así que me figuré que les habrían llamado del trabajo por alguna urgencia como otras tantas veces. Lo extraño era que no me hubiesen avisado.
Me preparé un poco de pechuga a la plancha y unas patatas fritas y me senté a ver la televisión. No sé en qué momento me quedé totalmente dormida. Cuando me desperté me dolían el cuello y la espalda. Apagué la televisión y me fui a dormir a mi habitación. Antes de conciliar el sueño miré el reloj, era la una y veinte.

De nuevo me encontraba en medio de la nada, o eso pensé al principio, porque cuando examiné bien el lugar enseguida lo reconocí, y no me gustó saber dónde me hallaba.
Era el mismo bosque, el mismo claro al lado de la estación de la última vez. Vestía un camisón blanco y corto y tenía mucho frío.
   Me pellizqué con fuerza el brazo y me dolió. No estaba soñando. Los árboles se balanceaban por el aire y emitían unos ruidos muy fúnebres que me recordaron a una tenebrosa melodía. Comencé a caminar a paso ligero, dejando el claro atrás. Caminé y caminé entre la espesura pero el camino nunca acababa. Tendría que haber divisado hacía ya bastante rato el parking de la estación, pero no lograba encontrarlo.
   Poco a poco, la luz de la luna, que era lo único que alumbraba, dejó de hacerlo. Como si de un foco de luz se tratara, se fundió y me dejó sumida en una horrible oscuridad. Tanteé el terreno apoyándome en los árboles que se encontraban más cerca.
«Maya…»
Me pareció escuchar mi nombre y me tensé. Comencé a respirar nerviosa y estuve a punto de sollozar, pero recuperando la respiración conseguí calmarme.
—Vamos, camina, solo camina, llegarás pronto al parking —me dije intentando consolarme.
Calzaba unas sandalias muy finas, por lo que empecé a notar que la tierra que pisaba estaba húmeda. Mis pies poco a poco se iban hundiendo, con cada paso que daba era más difícil avanzar, hasta que no encontré otro árbol donde poder soportarme. En un intento de sacar mi pie de un fangoso charco caí de bruces al suelo.
   Me manché por completo. La luna volvió a ser mi aliada y apareció entre la densa oscuridad del bosque. Intenté levantarme torpemente, y cada vez que estaba a punto de conseguirlo de nuevo caía al frío barro. En un último intento me agarré con fuerza al suelo para intentar darme un empuje mayor, pero mis manos atraparon algo entre mis temblorosos dedos. Asustada retrocedí de espaldas, cubriéndome por completo de barro. Cuando conseguí volver a tener una respiración normal, me acerqué poco a poco, arrastrándome por el suelo. Quería saber qué había tocado.
Grité de horror al comprobar que enterrado entre el barro había un cadáver. Nada más y nada menos que el cadáver de la chica de la última vez. Intenté alejarme rápidamente, pero los nervios me traicionaron y caí de nuevo al suelo. Conseguí moverme en cuclillas pero, de repente, noté una mano fría agarrarme del tobillo. Cuando giré el rostro la vi. Se había levantado. Tenía el rostro cubierto de sangre y barro, y el cabello sucio y enmarañado le cubría parte de la cara. Intenté forcejar. La imagen que observaba era tan atroz que no era capaz de emitir un chillido ni de llorar.
—Ayúdame.

Me desperté cubierta en sudor, como cuando era niña. La voz de la chica retumbaba en mi cabeza, como si me lo hubiera dicho muy cerca del oído y su voz se hubiese colado hasta lo más profundo de mi ser. Estaba aterrorizada como nunca.
—Solo es un sueño… —me dije.
Una lágrima empezó a deslizarse por mi mejilla. Tenía que ponerle fin a este asunto. No quería verla, no quería volver a tener contacto con ella pero, al parecer, ella tenía una cosa clara, y era que la ayudara.

You Might Also Like

0 comentarios

Un comentario siempre es bien recibido :)

¡Contáctame!

Nombre

Correo electrónico *

Mensaje *