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Jospeh Ferbs

Cuando abrió la puerta y se encontró con semejante belleza no supo cómo actuar. Durante unos largos segundos no pudo apartar la vista de ella. Era la mujer más bonita que había visto jamás. Sus largos cabellos del color del fuego caían en unos preciosos bucles por debajo de su cintura. Su rostro parecía tallado a la perfección. Tenía los ojos rasgados y del color del más intenso negro. Su nariz era pequeña y recta y sus labios carnosos estaban matizados por un carmín rojizo. Era alta y delgada, y vestía de riguroso negro, cosa que hacía que su rostro en sí produjera una luz propia que nunca antes había visto en otra persona. 
—¿Buscas alguna cosa? —preguntó el joven cuando consiguió hablar. 
—Sí. Busco a Joseph Ferbs.
—¿En serio?
Sin poder evitarlo le dio de nuevo un rápido vistazo. Pero la mujer ni se inmutó.
—Sí.
—Pues siento decirte que no está aquí. 
—¿Dónde puedo encontrarlo?
Su rostro era infranqueable. Sus labios se movían lo justo y necesario. Ni una sonrisa ni una mueca extraña.
—Podría decírtelo…pero…¿Para qué lo buscas?
—He de darle algo de vital importancia. Así que si sabes donde está te agradecería que me lo dijeras.
El joven sonrió. Tenía la información que esa mujer buscaba pero no pensaba dárselo en ese mismo instante, no de momento. 
—Te diré dónde puedes encontrarlo.
La mujer juntó las manos y esperó. 
—Antes de decírtelo tengo que ir a buscar una cosa. Y me gustaría que me acompañaras.
—No puedo perder el tiempo. Así que muchacho, si sabes dónde está, dímelo.
El joven alzó las cejas. La fría estatua que tenía enfrente parecía enojada y le agradó la idea de que fuera por su culpa.
—No tengo tiempo para pararme a decirte cómo encontrarlo. He de ir a buscar una cosa.
—Sólo necesito que me digas dónde.
—¿Tan importante es eso que le tienes que dar?¿Qué es? —preguntó curioso el joven.
—No puedo decírtelo —Notó cierta crispación en la voz de la mujer y no pude evitar esbozar una pequeña sonrisa.
—No quieres saciar mi curiosidad… ¿eh? —El joven se cruzó de brazos —. Tienes dos opciones: O bien te vienes conmigo, o te quedas aquí de pie hasta que vuelva. Porque no pienso perder más tiempo o me cierran la tienda.
El muchacho entró en su casa, cogió las llaves y cerró la puerta. La mujer se quedó de pie sin saber muy bien cómo actuar.
—Te acompaño. Y sólo porque es muy importante que lo encuentre. En cuanto tengas ese paquete me lo dices y te dejas de chorradas —dijo apuntándolo con un dedo.
El joven sonrió y comenzó a caminar.
—Vamos, corre. Solo quiero compañía, no te lo tomes tan mal.
El joven caminaba a prisa. De vez en cuando le echaba un vistazo a su acompañante. Era una persona muy extraña. Mantenía la mirada firme al frente con ese rostro inquebrantable. El joven estaba seguro de que si se quedaba de pie quieta podrían confundirla fácilmente con una estatua.
El muchacho sacó un paquete de tabaco, se puso un pitillo en la boca y lo encendió.
—¿Pasa algo? —preguntó al ver como la mujer lo miraba de soslayo.
—No. Bueno…eso mata. 
—Ya —Contestó el joven encogiéndose de hombros —. También puede matarte una espina de un pescado y yo sigo comiendo pescado.
—No es lo mismo…—dijo la mujer exasperada.
El joven jugueteó un rato con el mechero rojo con el que se acababa de encender el cigarro hasta que finalmente volvió a meterlo en su bolsillo. 
—El mechero era de mi abuelo. Él fumaba como un cosaco, era algo inusual…pero mira. ¿Al final sabes  de qué murió? Un día iba caminando tranquilamente por la calle cuando se tropezó con un bordillo y se cayó. Se dio tal golpe en la cabeza que de la acera no volvió a moverse. 
La mujer observaba al joven con el ceño fruncido.
—¿Es cierta esa historia?
—Sí, claro ¿Por qué iba a mentirte? Mi abuelo estaba forrado, tenía mucho dinero y mi madre era su única hija. Me pude quedar muchas cosas de él, pero me quedé con su mechero rojo. Es lo que más me recuerda a él. 
La historia había parecido sumir en sus pensamientos a la mujer. Y el joven decidió no contarle más anécdotas.  

Después de más de media hora de caminata llegaron a la tienda. El muchacho se giró y contempló la solemne figura de la mujer.
—Voy a entrar, espérate aquí un momento. No tardo nada.

Cuando salió, la mujer seguía en la misma postura que la había dejado. Al joven le inquietaba que la gente, sobretodo los hombres, no la miraran de arriba a abajo, sino que pasaran a su lado como si no existiera. 
—Ya  tengo mi paquete —comentó el joven.
—¿Ya puedes decirme donde está Joseph?

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